No viene envuelto en oropeles, ni presume de cortezas teatrales. El queso Cheddar no necesita exhibirse porque sabe que lo suyo va por dentro. Austero, sobrio, con cuerpo y con mensaje, este inglés de nacimiento y universal por adopción es como ese monje callado que cuando habla, suelta una verdad que te deja pensando toda la sobremesa.
Originario de Somerset, en el suroeste de Inglaterra, el Cheddar tradicional se elabora con leche de vaca pasteurizada y pasa por un proceso llamado “cheddaring”, en el que la cuajada se corta, se apila, se voltea y se prensa repetidamente hasta obtener una textura compacta y densa, casi como el ladrillo de una abadía. Esta técnica, que parece más una rutina de gimnasio que un método quesero, le da esa firmeza única y ese punto de elasticidad que lo hace reconocible desde el primer mordisco.
En función de su curación, el Cheddar puede ser un compañero amable o un señor con experiencia. Los jóvenes son mantecosos, con un sabor ligeramente dulce y una textura tierna, perfectos para bocadillos, sándwiches o cualquier receta que pida queso y cariño. Pero cuando se curan bien —meses, incluso años— se vuelven verdaderas reliquias. Aparecen los cristales de tirosina, ese crujido glorioso que confirma que ahí hay saber. El sabor se afila, se vuelve más seco, más profundo, con notas de nuez, mantequilla dorada, tierra y un picante sutil que no empuja, pero sí se queda.
En Monjamón le tenemos un altar especial: porque es de los pocos quesos que puede estar en una hamburguesa y también en una tabla gourmet sin despeinarse. Marida con casi todo, desde cervezas tostadas hasta vino tinto joven, pasando por sidras artesanas y panes con semillas. Y si quieres una combinación celestial: Cheddar curado + manzana verde + nueces tostadas. Milagro.
Y un apunte importante: el Cheddar auténtico no es ese bloque naranja fosforito que ves en algunos supermercados. No. Eso es su primo lejano de Erasmus. El verdadero tiene tonos marfil, amarillos intensos, a veces con corteza natural o encerado, y sobre todo, una textura que responde a la cuchilla con dignidad.
No busca agradar. No necesita hacerlo. Está ahí para cumplir su función: alimentar, reconfortar, estructurar. Un queso que no se hace el interesante, pero que acaba siéndolo. En resumen: el Cheddar es como un buen sermón británico. Serio, directo, sin adornos… y que te deja pensando largo rato después de que se ha acabado.