Hay quesos que acompañan la comida, otros que la elevan… y luego está el queso Idiazábal, que directamente la narra. Porque este queso no es solo alimento: es testimonio. Una voz ruda, directa, con raíces bien clavadas en las colinas verdes de Euskal Herria, donde las ovejas no son decorado, sino protagonistas.
El Idiazábal se elabora únicamente con leche cruda de oveja Latxa o Carranzana. Nada de mezclas, nada de inventos. Aquí lo que hay es fidelidad a una forma de vida: pastores que conocen cada piedra del camino, cada planta que pastan sus animales, cada corriente de aire. Esta leche, tan rica en matices, tan viva, se transforma sin pasteurizar, respetando lo que trae de origen. Es como si la naturaleza misma dejara un mensaje cifrado… y el queso fuera el sobre lacrado.
Después del moldeado y el prensado, el Idiazábal pasa por un reposo que huele a bodega fresca y paciencia bien empleada. Y si además ha sido ahumado (cosa común en muchos pueblos de la D.O.P.), entonces se produce el milagro. El humo le añade una capa más: madera, brasas, txakoli y atardeceres de piedra. No tapa, no disfraza: revela.
En boca, el Idiazábal es sobrio pero expresivo. Su textura es firme, incluso compacta, y cuando la muerdes, no se deshace... se defiende. El sabor es intenso, con ese toque ligeramente picante y notas que van desde el fruto seco hasta el heno, pasando por un fondo lácteo profundo. Si está ahumado, añade esa chispa sagrada que recuerda a cocina lenta, a fuego bueno, a chimenea encendida. Es como si hablara con la voz grave del abuelo que no necesita gritar para que todos le escuchen.
No necesita mucha compañía: una buena sidra, una copa de tinto ligero, un pan con corteza y un poco de membrillo… y ya tienes el sermón montado. También es perfecto para tablas mixtas, porque aporta carácter sin armar alboroto. Un queso que no busca lucirse, pero que acaba siendo el alma de la mesa.
Y un apunte importante para los del frigorífico sin fe: al Idiazábal hay que dejarlo respirar. Sácalo media horita antes de servirlo. Déjalo templar. Porque cuando el queso se pone a tono, también se pone a hablar.
En definitiva, el Idiazábal es lo que pasa cuando el campo se toma su tiempo, cuando el pastor se fía de su rebaño y cuando nadie tiene prisa por complacer. Es identidad, es tierra, es voz. Y en esta casa, lo escuchamos con devoción.